
Era una tarde tranquila y fresca, una suave brisa mecía las ramas de los árboles y entraba por las ventanas, trayendo consigo el olor de las flores. Mariana atravesaba corriendo la puerta, cubierta de sudor, con una expresión de emoción en su rostro, iba tan aprisa que a Ramiro no le molestó que lo ignorara, la chica debía haber visto algo muy sorprendente, algo que la había impresionado tanto que solo podía correr a contárselo a su madre.
Él nunca fue bueno para oír historias o confesiones, era un hombre anticuado, de acción más que de palabras, prefería pasar todo el día trabajando en los sembríos, arando la tierra o talando árboles en lugar de sentarse a conversar, podía pasar días enteros sin cruzar palabras con nadie, no porque fuera antipático o descortés, simplemente había llegado a construir una rutina diaria tan disciplinada, que las palabras sobraban. Rosa, su mujer, había llegado a comprender ese lenguaje silencioso, entre ellos habían formado una multitud de acuerdos tácitos que tejían una red invisible y sostenían su matrimonio. Rosa, por otro lado, se entretenía tanto hablando que muchas veces lo hacía incluso cuando no había nadie más en la casa, le gustaba narrar su vida y la de sus conocidos a oyentes ausentes, al punto que los amigos de la pareja solían bromear con que ella hablaba por los dos.
No era entonces extraño que Mariana se sintiera más apegada a su madre, y que llegara corriendo de la escuela a contarle todo lo que había hecho en su día, mientras que a su padre apenas le decía buenas tardes. Sentía una especie de temor reverencial hacia él, no porque él la castigara (su madre era la encargada de administrar los castigos en la casa), era su presencia, su solemne silencio.
Ramiro escuchaba desde la sala la conversación que tenían las mujeres de la casa, Mariana hablaba de forma acelerada, le decía a su madre que el circo había llegado al pueblo, había visto como armaban las carpas mientras regresaba del colegio, era un circo gitano, lleno de atracciones exóticas y personajes extravagantes, no se parecía en nada a los circos a los que Mariana había ido antes, este estaba rodeado por un aura de magia, de misterio, era a la vez atrayente y atemorizante, por lo que la niña se moría de ganas de ir. Su madre le advirtió sobre los peligros de los gitanos, había oído muchos rumores sobre las cosas raras que esos trotamundos hacían dentro de sus carpas, sus encantos y maldiciones eran bien conocidos, incluso en aquel pueblo alejado de todo. Ramiro pensó que Rosa exageraba, era alguien para nada supersticioso, aunque si le preocupaba que Mariana anduviera por ahí sin supervisión.
Rosa le prometió a Mariana que la llevaría al circo después de que terminara sus tareas y le pidió que la dejara continuar haciendo el almuerzo. Ramiro decidió que era tiempo de tomar una siesta, por alguna extraña razón no tenía apetito. Cuando subió la escalera, sus pasos sobresaltaron a Rosa al punto que dejó caer uno de los platos que cargaba en su mano, recogió los pedazos persignándose… “Vaya mujer torpe y supersticiosa la que me ha tocado” pensó Ramiro.
Las coloridas carpas podían verse desde lejos, flautas, trompetas y acordeones creaban un ambiente de fiesta y algarabía, Mariana saltaba llena de alegría e inventaba canciones mientras caminaba junto a su madre, Ramiro las seguía unos cuantos metros atrás, intentó acercase a Rosa, puso su mano sobre el hombro de la mujer, pero ella reaccionó dando un pequeño salto, como si un escalofrío le hubiera recorrido la espalda. Hace días que la encontraba distante, no sabía que había provocado que se abriera esa grieta entre ellos, y por supuesto, no estaba dispuesto a hablar sobre ello.
Letreros luminosos, confeti, adornos de papel multicolor, el lugar estaba recargado de ellos, pero a pesar de la luz, las risas y los colores, había algo sombrío flotando en el ambiente, Ramiro lo podía percibir en los rostros de las personas con las que se topaba, sentía que había algo terriblemente mal con ese lugar.
Rosa se acercó a una de las tiendas en la que una vieja gitana ofrecía leer la mano a cambio de una prenda, varias de sus amigas lo habían hecho ya, provocando que ella también se sintiera intrigada por conocer los secretos del tarot.
Ramiro fue junto a ella, silencioso como siempre, como una sombra. Rosa sacó un pañuelo bordado, un regalo que Ramiro le había traído de la gran ciudad, y se lo ofreció a la vieja, la gitana reacciono como si la hubieran azotado, empezó a gritarle que no se le acercara, Rosa, asustada, retrocedió de un salto, “LA MUERTE, USTED CARGA LA MUERTE A SU LADO” le gritó la vieja, apuntando con sus dedos arrugados a un punto sobre el hombro de Rosa. Sus ojos llenos de cataratas habían adquirido un color rojizo y su boca empezó a botar un líquido espumoso… Rosa corrió, tomando a Mariana del brazo.
Ramiro se quedó ahí, paralizado, a pesar de que nunca había creído en nada de eso, debía admitir que la escena le había impresionado. Sentía ganas de gritarle a la vieja, no podía permitir que tratara así a su mujer… pero al final no dijo nada, solo dio media vuelta y se retiró, debía tratar de encontrar a su esposa y a su hija.
Un extraño sonido le atrajo, era irresistible, atravesó la multitud que se había formado junto a uno de los pequeños escenarios donde un gitano vestido de forma elegante hacía las veces de maestro de ceremonia. Su voz era tan fuerte que no necesitaba de la ayuda de ningún instrumento para hacerse oír por todos. Con un tono dulce, pero a la vez imponente, pregonaba su poder sobre las almas y su habilidad para ver más allá de las sombras de la muerte. Ofrecía un servicio peculiar, prometía que a cambio de algún efecto personal le diría a cualquiera el día, la hora, y la forma exacta de su muerte.
“Vengan, acérquense y vean por ustedes mismos, si se atreven, pasen y descubran los secretos que me fueron confiados por el mismísimo Hades. Les ofrezco el privilegio de conocer cuánto tiempo les queda de vida, a cambio de una pieza de vuestros ropajes o alguna herramienta que ya no necesitéis, pasen, pasen y vean por sus propios ojos, pueden pagarme después”.
Detrás de él había una pequeña cabina cubierta con sábanas negras, dentro de ella un complejo aparato de luces y espejos formaba lo que él había nombrado “El visor del día final”, un armatoste que prometía mostrarle a uno su último día sobre esta tierra. Ramiro se sentía en extremo interesado, y no podía explicar por qué.
Atravesó la cola y se metió en el pequeño espacio, similar a un ataúd colocado verticalmente, cuando colocó sus ojos sobre el visor pudo ver con claridad un campo cubierto de café, similar al que tenía en su finca, solo que parecía como la visión de un sueño, las nubes tenían extrañas formas y colores que nunca antes había visto. Entonces se vio a sí mismo, trabajando la tierra como todos los días, con su machete en la mano, eliminando la maleza, tenía la extraña sensación de que todo eso ya lo había visto antes… Su machete chocó con una piedra, uso sus manos para retirarla, en la húmeda tierra una serpiente había hecho su nido, apenas y sintió el pinchazo en el brazo, todo pasó muy rápido, el veneno se extendió como el fuego sobre la hierba seca, unos cuantos minutos después Ramiro yacía sobre el café, sin vida.
Fue entonces cuando lo recordó todo…
Un grito espantoso asustó a la multitud, una extraña luz, proveniente de uno de los escenarios había terminado de arruinar la primera noche del circo, la gente había huido en estampida, algunos gritaban que habían visto a la misma muerte.
Rosa y Mariana se enteraron mucho después de aquel incidente, habían decidido no volverse a acercar a los gitanos, aquella vieja les había provocado un buen susto. Esperaban pasar otra mala noche, la casa se había vuelto pesada, los ruidos en las escaleras y en los pisos superiores tenían a ambas mal de los nervios. Pero, para su sorpresa, aquella noche fue una noche silenciosa, la primera noche en la que pudieron dormir con calma desde la muerte de Ramiro